viernes, 18 de marzo de 2011

Los amigos de Frankenstein (Tercera parte)

El relato de Percy Shelley es en realidad un escrito bastante caótico que, sin lugar a dudas, no estaba destinado a ser publicado. No tiene calidad literaria, más allá de la natural capacidad que Shelley tenía para relatar, pues se trata solo de apuntes precipitados que su autor escribió como génesis para un relato posterior. Existen contradicciones y no hay una estructura narrativa convencional. No es otra cosa que una suma de ideas escritas en el orden en que se encendían en la mente de Shelley. Sin embargo, leído al completo, la historia queda clara, y solo hace falta un sencillo trabajo de reordenación para que ésta pueda considerarse narrativamente efectiva. Esto es lo que yo he hecho, ordenar la historia. He eliminado también algunos pasajes. He hecho esto únicamente cuando quedaba claro que a la par que escribía, Shelley incorporaba ideas que se contradecían con ideas anteriores, y solo cuando quedaba claro cual era la idea que él tenía previsto que debía prevalecer. Ha sido pues la mía una tarea de depuración, de eliminación de aquello que el propia autor desechaba, aun sin eliminarlo del texto, pues es evidente que sería modificado en una posterior redacción literaria. Entre una cosa y otra, mi objetivo ha sido pulir la historia para que sea coherente de acuerdo con lo que, parece claro, pretendía contar Shelley.

É aquí el cuento que Percy Shelley escribió como contribución a su apuesta. Dejadme solo advertir, como preámbulo, que parte de una premisa similar a la que utilizó Mary Shelley para escribir Frankenstein, devolver la vida a un ser muerto, pues parece confirmado que ese era el tema que el grupo discutía cuando se propusieron escribir sus narraciones. El cuento de Percy, como se verá, aunque terrorífico, tiene, potencialmente, una intención más poética y dramática que el de su esposa Mary. No debe olvidarse que Shelley era poeta. Su cuento, aunque exento de calidad literaria en la fase de redacción en la que lo abandonó, resulta sin embargo impactante, pues, aun tratándose solo de un esquema, la fuerza dramática que evoca, es gigantesca. Ah, se me olvidaba, el título provisional que Shelley escogió para su relato, escrito en su diario, por cierto en la última página, es “Carne muerta”. Así dice:


“Debemos aterrarnos, y conmovernos al mismo tiempo ante la historia del doctor Marcus Percy Fortune, afamado científico caído en desgracia durante los meses de verano del año 1816. Su historia me fue relatada por los lugareños de esta parte de Suiza en la que me encuentro y no he sido capaz de librarme de ella todavía. Dios será quien juzgue los actos de este hombre enloquecido por el amor y por la ciencia que puso sin ningún comedimiento la segunda al servicio del primero, desafiando con ello al creador. Lo que voy a relatar ocurrió en primavera, en la ciudad de … , ribereña del lago Constanza, al este del país. Marcus Fortune tenía allí una vieja casa familiar, situada junto a las aguas calmadas del Constanza y rodeada por un bosque espeso y húmedo, alejada tres quilómetros del centro de la ciudad. Fortune estaba casado con una mujer alemana de belleza perturbadora, una belleza redoblada con su exquisitez y la delicadeza de su temperamento y de su gracia. De su feliz unión nació un muchacho avispado y dulce, a quien llamaron Thomas, tierno como pocos y agraciado naturalmente con la belleza y la exquisitez de su madre.

Fortune era un científico que, aunque joven, gozaba de un gran prestigio entre los de su gremio. Era un destacado investigador de la naturaleza del organismo, de sus partes y de su mecánica práctica. Aunque se doctoró en medicina, su interés se desvió hacia la ciencia forense con el objetivo de averiguar cuanto le fuera posible sobre el funcionamiento del cuerpo y el misterio de la vida. En los últimos meses le fascinaba ya abiertamente una idea que hasta entonces solo había estado presente en su tarea de un modo subyacente. Ocurrió cuando analizando un cadáver, éste, ante sus ojos volvió repentinamente a la vida. El caso tuvo una notable repercusión en la ciudad y dio lugar a numerosas habladurías, aunque el propio Fortune dictaminó que aquel “cadáver” en realidad no era tal, sino que se trataba de un hombre aquejado de una extraña enfermedad que ralentizaba las constantes vitales de su cuerpo y facilitaba la confusión entre la vida y la muerte. A partir de aquel episodio, Fortune desató su interés por la fina línea entre aquello que poseía vida en su interior, y aquello que estaba vacío de ella. Su investigaciones se centraron en tratar de observar aquello que causaba el fin de la vida, que la apagaba, con el objetivo final de descubrir si existía un modo de encenderla otra vez.

Fotune elaboró una teoría según la cual, si un cuerpo muerto era debidamente conservado y se resolvía aquello que le causara la muerte, no había razón para que no pudiera volver a ser activado. La cuestión era averiguar cual era el interruptor para hacer efectiva esa operación. Fortune comenzó a hablar de sus teorías con otros colegas, pero, para su sorpresa, estos las recibieron con pavor, y al poco el joven investigador fue quedando aislado, lo que cambió su carácter y le volvió más huraño. Fortune estaba resentido, pues no podía comprender cual era la razón por la que se recibían con tanto recelo sus ideas, que al fin y al cabo, solo pretendían devolver la vida.

Fortune partía de la base de que el cuerpo se alimentaba a través de la sangre, y lo que enriquecía a ésta era el alimento y el oxígeno. Para “reactivar” un cuerpo muerto y reparado, lo que debía hacer en primer lugar era procurarle alimento y oxigeno, y luego encontrar el modo de que la sangre enriquecida circulara a través de él. Para eso, era necesario que el corazón volviera a bombear sangre. Ahí estaba el verdadero enigma: encontrar una fuente de ignición. A partir de algunos ensayos con corazones de animales, observo que el tejido coronario reaccionaba a algunas sustancias químicas. Con esa base, elaboró un cóctel químico que, a la vez que activaba los tejidos, los protegía de agresiones. En este punto de su investigación estaba en verano de 1816.

El joven científico se llevó a su casa de verano sus investigaciones. En los sótanos tenía mucho espacio para continuar sus experimentos. No salía apenas de la casa, solo durante unas horas por la tarde para estar con su esposa y su hijo, su otra gran pasión. Jugaban en el jardín, junto al lago, y a veces salían a navegar con un pequeño velero. Paralelamente, Fortune estaba ultimando un prototipo de máquina para devolver la vida. Ésta tenía principalmente tres dispositivos: un mecanismo aéreo que proporcionaba oxígeno a los pulmones; un mecanismo alimentario preparado para introducir suero en la sangre; y un último mecanismo que inyectaba su cóctel milagroso directamente al corazón. En la máquina realizó sus primeros ensayos con cerdos, aunque no tuvo éxito, pero estuvo muy cerca de tenerlo. El cóctel químico debía ajustarse, pues resultaba demasiado dañino para la carne humana, llegaba a quemarla. Tuvo que suavizar la fórmula. Tampoco era efectivo el sistema de aplicación del cóctel. Una aplicación continuada del mismo no permitía la relajación del corazón, y por tanto a éste le era imposible bombear sangre. Modificó la máquina para que el suministro químico fuera periódico, a un ritmo parecido al de el latido de un corazón. Eso debía permitir la contracción y la relajación durante unos minutos. A partir de ahí, el propio corazón debía funcionar ya solo y encender todo el cuerpo. Fortune sentía que estaba muy cerca del milagro.

El de 1816 fue un verano ventoso, de lluvias caprichosas e imprevisibles. Una tarde, la mujer de Fortune y su hijo le esperaban para salir a navegar. El pequeño Thomas estaba ansioso por hacerse a la mar con su pequeño velero, pues le había sido imposible durante toda una semana. El día se había aclarado, aunque se apreciaban todavía grandes nubarrones negros por encima de los bosques del norte. Ese día Marcus Fortune no podía atender a nada, pues realizaba ensayos decisivos con su máquina milagrosa. Oyó desde el sótano los gritos de su hijo y de su esposa para que subiera, pero no los atendió. Ellos, conocedores de su tarea, estaban acostumbrados a aquella obsesión. “Nos vamos a navegar” gritaron, a lo que Marcus Fortune respondió sin mayor atención: “De acuerdo”. La tarde fue de gran intensidad para Fortune. Por dos veces logró que el corazón de un cerdo volviera a latir. La primera vez duró dos minutos. La segunda catorce, y la mitad de ellos, lo hizo autónomamente. Tenía algunos problemas para enriquecer la sangre, motivo por el cual, el cerebro y el resto de órganos vitales no recibían las cantidades adecuadas de oxigeno y de alimento. Eso terminaba por parar otra vez el corazón. Sus cálculos estaban muy cerca de perfeccionarse. Necesitaba solo un poco más de ignición para que el global del cuerpo se pusiera en marcha, pues no bastaba con el bombeo, hacía falta luego accionar la mecánica general del cuerpo, es decir, que este activara todos sus órganos, como una orquesta que arropa a su solista. Creía haber encontrado el modo de hacerlo inyectando unas gotas del cóctel químico al propio cerebro, aunque no sabía todavía la dosis adecuada. En eso estaba cuando se dio cuenta de que no solo de su ansiedad procedían los latigazos que escuchaba en su interior. También venían de afuera. Efectivamente, se había desatado una tormenta y los rayos y los truenos descargaban de un modo ensordecedor. Fortune recordó entonces que su esposa y su hijo habían anunciado que salían a navegar.

Cuando Fortune salió desesperado al jardín, vio en el lago el velero. En él su esposa y su hijo luchaban por mantener la estabilidad del barquito, pero poco podían hacer, de poco servía su belleza ante la fuerza de los elementos. Una olas repentinamente salvajes terminaron por derrotarles y dieron un vuelco cruel al barquito, que parecía de juguete. Fortune se lanzó al agua enloquecido, buscando en la negrura helada a sus seres más amados. Primero encontró a su hijo Thomas. Apenas respiraba, pero mantenía un aliento de vida. Corrió al lago otra vez y sacó a su esposa. Los llevó a ambos a la casa. Ante sus ojos desquiciados, vio como a ambos se les escapaba la vida, vio como sus cuerpos se apagaban. Y quedaron inertes sobre sus camas, convertidos solamente en carne muerta. Marcus estuvo cerca de enloquecer, pero en un resquicio de luz, se dio cuenta que tenía un remedio a la tragedia, puede que fuera el único del mundo que lo tenía. No había tiempo que perder. Solo habían transcurrido unos minutos desde que fallecieran, y su cerebro quedaría irremediablemente dañado si no se le alimentaba inmediatamente. Situó a ambos en su mesa de operaciones, en el sótano, y les inyectó alimento directamente al cerebro. Había averiguado que era el mejor modo de conservar el cuerpo en buen estado. Eso le daba tiempo. Preparó la máquina. Insertó los catéteres en sus cuerpos, y ultimó los preparativos de las dosis de cóctel que tenía que aplicar a cada uno. No quería cometer errores. Probaría también por primera vez la inyección del cóctel directamente al cerebro. Tenía miedo, pero no había alternativa. Puso en marcha la máquina, abrió las espitas que precipitaron los líquidos a ambos cuerpos. Unos tubos entraban por sus brazos, otro entraba en sus corazones, otro penetraba por sus bocas hasta sus estómagos, y dos tubos más penetraban en sus cerebros. Se requería un gran orden y precisión en la secuencia de operaciones. Marcus no daba a abasto. Le daba a un botón y accionaba luego una palanca. Corría para corregir una válvula y rodeaba los cuerpos para cerrar una espita en los drenajes laterales. El experimento duró siete horas.

Los relámpagos despiertan a Marcus Fortune quien, agotado, se ha dormido grotescamente sobre su máquina milagrosa. Cuando despierta no sabe dónde está, ni qué ha ocurrido.

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